La mirada de Jesucristo
sumiso, inmortal,
derrama desencanto
por los ojos.
Su alma
es un incendio de llagas,
las
cenizas de los dioses muertos.
Esculpido
en su miseria,
se yergue
comiendo tierra
con la
boca torcida de hambre.
Yo huelo
a vacío en sus huesos
ahora que
la Iglesia arrastra
todo su
hedor a cadáver
por
nuestras vidas.
Salpica
sudor rojo,
su estigma
de sangre pobre.
Siento
las espinas
de su
frente punzantes
como
agujas clavadas
en las
alas
de una mariposa.
Pero
padre, padre,
padre
Mírame
las manos de inri:
cómo me
escuece la astilla
de este
hombre, de esta cruz
y como un
hierro marcado
me pesan
sus clavos
en el
pensamiento.