La seguridad del orden del equipaje,
de la ropa en la maleta bien doblada, con olor limpio
cuando te recoge papá los viernes de casa
demasiado tarde.
demasiado tarde.
La necesidad de apretar la almohada fuerte,
de sumergir tu cabeza en el algodón de las sábanas,
perder la ubicación: no ver nada.
Porque la casa de papá es fría y tiene los techos tan altos
que recuerdan a una cueva antigua
donde diluvian, sin aviso, estalactitas punzantes.
La protección amarillenta de la luz del pasillo
en aquellas noches donde parecía
que esa casa era tan inmensa
que esa casa era tan inmensa
como su propio universo: espeso, hostil,
con bosques de relojes taladrando el pensamiento
en cada hueco desnudo
de la pared.
Sólo la luz de la mañana me sabía a victoria,
a una supervivencia resignada y modesta en el oscuro mundo
donde mi padre vivía y al que, a veces, me trasladaba
por ley, norma y fuerza.
donde mi padre vivía y al que, a veces, me trasladaba
por ley, norma y fuerza.
Aquel mundo del que nunca quise otra cosa más
que poder salir, desprenderme de su denso, profundo dolor
Parasiempre.