Hace
unas dos horas que han cogido las maletas y se han marchado de casa. A este
lugar yo ya lo llamo casa a veces, no porque sea el lugar donde vivo la mayor
parte del tiempo ahora, sino porque he empezado a sentirlo como un territorio
donde refugiarme de las adversidades que me acechan y de la lluvia que no ha
parado de caer estas últimas semanas. El caso es que se fueron hace dos horas y
me topé con la voz de Morrisey -siendo egoísta parece que hoy su voz nació solo para conmoverme -. Parece que hubiera venido desde 1987 para recordarme que se puede sentir
armonía a pesar de la soledad que me gotea por el cuerpo. Quizás la culpa
también sea del cuerpo, del lado físico del estar solo, a la intemperie. A mí, los pinchazos en el vientre me hacen sentir más sola. Pero a pesar de que reniegue de la soledad como los bichos del verano que nos recorren las piernas sin permiso, todos necesitamos olerla en nosotros. Regar la anatomía con su silencio trágico de
animal enfermo. Agarrar el bolso por la calle como si llevaras otro trozo de vida encima que te corresponde y acompaña. De otra forma parecida, la música es ese perro labrador que nunca tuve y echo de menos. Me rocié hoy con la atmósfera de
rabia tácita de los Smiths. Para mí son otra piel a la que abrazar en momentos tempestuosos. Me hacen sentir esa sangre que llevo dentro palpitando en el
mundo como un grito latente, como un pulso callado pero que golpea fuerte y se intuye como el estallido de la bomba de mi vorágine sentimental. Es sabiduría popular decir que la gente más débil toma lo que le interesa y después se va. Nos queda la espalda, el bolso que pesa de libros, cartera, barra de labios y soledad. Y también de música como esta.