Los abrazos
Este es mi tercer día. Y empiezo a notar que me muevo a cámara lenta. Nunca me había pesado tanto un cartón de leche, ni pensé que verterla en un vaso fuera tan sumamente complicado. Me siento más como las mujeres de los cuadros de Edward Hopper: reclinada en la cama mirando hacia la ventana, observando a los coches de la avenida, rodeada de un cuarto con trastos desdeñosos y mucho, mucho caos. En ocasiones me da la maldita sensación de que esos lienzos llevan mi nombre.
Es en esos momentos, en la carencia, cuando uno es consciente de que las cosas más triviales se vuelven fundamentales. Y no lo digo sólo porque eche de menos poder comer (demasiado, no pienso en otra cosa). Supongo que de mi fragilidad se deriva esta sensibilidad que tengo, que me hace parecer una mujer atrapada en el cuerpo de una amapola.
Y los echo de menos a cada minuto. No es distinto, siempre ha sido así. Que no me malinterpreten, que no los pido, que a mí me gusta que me los regalen. Pero ahora más que nunca, con más intensidad, los necesito.
En otro sentido, ellos también me dan hambre.